Los apuntes de Allá en lo verde Hudson y las piezas recopiladas en Teatro reunido de Arnaldo Calveyra coinciden en una visión que oscila entre el mundo mítico y el real.
Hacia el final del año 1989, Arnaldo Calveyra, gran poeta argentino nacido en Entre Ríos en 1929 y residente en París durante más de cuatro décadas, releyó Allá lejos y hace tiempo , de Guillermo Enrique Hudson, como quien recuerda. Tenía a mano la versión original, Far Away and Long Ago (1918), y la traducción francesa, junto a la vertida al español por Fernando Pozzo, de 1945. En ese volumen, escrito en su madurez y en lengua inglesa, el escritor nacido en la Argentina evoca su primera infancia en "la ilimitada llanura sudamericana cubierta de hierba" y ofrece a ese privilegiado lector que es Calveyra cierto estado de ensoñación poética que lo suspendió en una zona de lenguaje en la cual confluye una doble memoria: la de Hudson, al recordar con minucia su vida en la pampa, y la suya, al recordar su provincia natal. Pero el poeta no leyó pasivamente, sino que escribió su relectura. Esos textos, que ahora se publican por primera vez con el título Allá en lo verde Hudson , se entrelazan y confunden, ecos de ecos: numerosas páginas de Hudson se dilatan en especulares comentarios de Calveyra que, a la vez, memoriza y registra lo que se desvanecía en su mitología personal, renacida con la rememoración de aquel otro, un regreso en el "cuento de nunca acabar de las cosas". Una suave patria se va fundando allí en el libro, también duplicada; su incandescencia, que parte de la letra, llega a la geografía, y no a la inversa: no es el mundo el que libera las imágenes, sino que son éstas, habladas o escritas, las que gestan el mundo y lo vuelven a la vez sensorial y arquetípico.
Eso mismo estaba en la poesía de Calveyra, que se preguntaba en Apuntes para una reencarnación (2002): "¿Y qué arquetipos destinarles a esas tardes? ¿Para deletrearlas con la memoria que también suele regresar por unas mismas luces, a estas mismas horas?". El poeta ejercita ese retorno de lo vivo y lejano en el tiempo a través del gran libro de Hudson al deletrear con la memoria: aun lo no dicho vibra en los "armónicos" de los vocablos, porque las huellas memorables son siempre lenguaje, en esa trama hecha de traducciones, de palabras extranjeras y propias que crean un hábitat de la intimidad en la Argentina lejana en el tiempo y como quintaesenciada. Así aparecen, en la relectura de Calveyra, los "signos Hudson" en la página que accede "a lo que nos lleva al poema, página, figura, palabra escrita en los arcanos de una imaginación en majestad". Virginia Woolf, intensa admiradora de Hudson, escribió que el hombre maduro simplemente repetía la intacta pasión del niño y que, por lo tanto, "no tenía necesidad de reconstruirse a sí mismo, sino únicamente de intensificarse". Calveyra, poeta maduro, también se intensifica en Allá en lo verde Hudson , libro extraordinario y de una delicia serena -con ilustraciones de Antonio Seguí-, que no sólo es un ejercicio de memoria poética, un ensayo de lectura, un apunte autobiográfico susurrado, sino también un tratado oblicuo sobre la relación entre el arte y la experiencia vivida, esa zona donde todo se funda en un origen, nacido del presente de la lectura, como un conjuro del tiempo perdido, a través del mito personal.
El rasgo arquetípico reaparece en la concepción de la dramaturgia de Arnaldo Calveyra, que recorre las seis piezas de su Teatro reunido , desde la inicial El diputado está triste (1963) hasta la inédita El eclipse de la pelota (1987). "Cuando escribo una obra de teatro -apuntó Calveyra- trato de que conserve un equilibrio permanente y abierto entre el arquetipo y la moda, considerada en su sentido más amplio: costumbres, hábitos, maneras de hablar, etcétera. El arquetipo no debe ausentarse nunca demasiado, su presencia es necesaria para que un espectáculo digno de ese nombre disponga de la mayor variedad posible de estados de conciencia y para permitirle al actor ponerse de vez en cuando detrás del mito entrevisto". Este volumen laborioso y muy exhaustivo recupera una obra hasta ahora dispersa y oculta, en una edición de la Universidad Nacional de Entre Ríos, al cuidado de Claudia Rosa y con imprescindibles ensayos interpretativos de su editora y de Sergio Delgado, Marilyn Contardi, Gabriela Olivari; una cronología y los textos teatrales acompañados de una rica marginalia, con otros artículos, testimonios y documentos.
La dramaturgia de Calveyra, a pesar de su trabajo siempre lujoso con la lengua, no reside por completo en su potencia lingüística, puramente discursiva. No es un teatro poético donde la palabra excluye o desplaza la puesta, antes bien la solicita, la presupone, porque son las imágenes sugeridas las que asumirán la plena poeticidad del texto. Lejano a todo psicologismo y aun a todo costumbrismo realista, la intriga queda difusa, cada argumento se ve reducido a lo esencial y, en cambio, se incrementa el rasgo ficcional, el simulacro, la mascarada, el despliegue de una vertiginosa irrealidad en el seno del mundo histórico, que hallaría en los cuerpos en escena su ideal culminación y su sentido: en Moctezuma (1969), el emperador azteca es repetido por un doble y se pregunta "¿Desde cuándo me persigues? ¿Será la vida virtualidad más fuerte que este espejo? ¡El terrible hiato, imagen vertiginosa entre yo y yo!"; luego, Moctezuma es asesinado en una representación de teatro y Hernán Cortés propone poner a un fantoche en un balcón de ceremonias para que el pueblo mexica crea que muere derribado ante la multitud. De ese modo los personajes en el teatro encarnan el conflicto que remonta a la cuestión política e histórica de la conquista de México, sus violencias imperiales y sus contradicciones, así como en Latin American Trip (1971) se cruzan, cual espectros, guerrilleros urbanos y Boinas Verdes, en el marco del imperialismo norteamericano y la violencia de los años setenta, reiterado en La selva (1984), entre cuyas escenas, por ejemplo, dos obreros que limpian inscripciones izquierdistas en un muro relatan como una letanía la serie argentina de golpes de Estado, o una bruja atrabiliaria se enfrenta al doctor Mengele, o Antígona y Sócrates discurren sobre las instituciones. El teatro, para Calveyra, es el lugar en el que ocurren cosas "que no pueden pasar en ningún otro lugar". Al prescindir del orden lógico de las secuencias y al transformar la escena en acontecimiento, el espectador mismo "se transforma en campo teatral" para que en su persona confluyan el "espectador histórico" del presente y "el espectador arcaico" que fue. En ese espacio también irrumpe el arquetipo, pero nunca se aleja de la historia o de lo político sino que, con un gesto moderno, vive en su cruce: el mito se historiza y la política se abisma en rituales de trágico onirismo. Pero en el teatro de Calveyra el conflicto no sólo corresponde a ese orden, sino también al de la creación misma, al surgimiento de una conciencia creadora que debe singularizarse ante toda autoridad coercitiva, como la que se despliega en Cartas de Mozart (1986), donde el músico -que el poeta venera- es un emblema del arte. En El eclipse de la pelota la escena arquetípica ya es pura en el ritual del teatro y el conflicto se torna confluencia, en la unión de las mitologías griega y maya, el encuentro del maíz y del trigo, Deméter y los mellizos Ixbalanqué y Unahpú y el dueño del infierno Xibalba.
En una entrevista, el poeta relató: "La cuarta dimensión para mí sería, como me ha sucedido muchas veces, abrir un día de verano la ventana de mi pieza en París y ver el horizonte de Entre Ríos, ver realmente el campo de Mansilla donde yo nací". Como esa ventana, en la apertura de un libro ajeno o de la escena teatral, para Arnaldo Calveyra el tiempo del arquetipo irrumpe en la hora presente: en esa dimensión mítica y arcaica, pero anclada en lo real, escribe toda su poesía.
Por Jorge Monteleone | Para LA NACION
Fecha: 24/08/12