Por Sandra Gasparini
El médico Eduardo L. Homberg, pionero del género policial y la fantasía científica en la literatura argentina, publicó en 1889 Viaje a Misiones, donde, a bordo de un vapor, registra el recorrido en su riquísima y sucesiva variedad: bañados, lagunas, arroyos, esteros, cerros, cascadas, saltos, barrancas y bosques, y todo entramado por una visión al tiempo imaginaria, aventurera y positivista.
Médico diplomado, naturalista autodidacta y narrador excepcional, Eduardo L. Holmberg fundó con sus ficciones la fantasía científica y —a la par de Luis V. Varela— el policial nacionales. Participó en debates a favor del transformismo y de la figura de Darwin, por cierto resistida en los ámbitos académicos de la década de 1870 —cuando publicó sus primeras novelas—, cuestión que lo convirtió en un personaje controvertido para unos y entrañable para otros, como puede constatarse incluso a través de caricaturas publicadas en revistas contemporáneas.
Heredero de un nombre de las familias patricias porteñas, Holmberg no viajó a Europa como muchos de sus colegas y letrados amigos, sino que exploró territorios que se presentaban como nuevos —vastas zonas cuya geografía dificultaba el conocimiento de las posibles riquezas naturales—, muchas veces productos del despojo de los pueblos originarios. Su figura condensa, de todos modos, los cambios experimentados en la ciudad de fines de siglo XIX, en el marco de un proceso de modernización que conllevó la consolidación de la esfera estética y que estuvo signado por la institucionalización de la ciencia nacional.
En 1889 publicó Viaje a Misiones, informe para la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba —que integra una serie mayor de relatos de sus viajes a la Patagonia, Tandil, sierras de la Tinta y Curamalal, entre otros—. En esta expedición Holmberg va tejiendo su ambigua relación con el Paraná, de modo que una “narración científica” se transforma, en ese proceso, en un relato con aventuras, anécdotas y fragmentos cargados de figuras retóricas.
“Con fecha 1° de marzo [1884] salí de Buenos Aires en el vapor Río Uruguay, en dirección a la ciudad del Paraná. El viaje, en sí mismo, no ofreció nada de particular, y la circunstancia de hallarme convaleciente de una enfermedad grave no me permitió emprender excursiones a puntos situados a cualquier distancia en que pudiese comprometer la exigua salud…”
Así, sin novedad aparente, comienza un viaje por el río, distribuido en varios años de idas y vueltas, en el cual el Paraná parece ofrecer su pasado a los ojos del arqueólogo y del naturalista capaces de descifrarlo como un mapa a cielo abierto:
“Entretanto, Ameghino ha publicado ya las descripciones de todos o de casi todos los mamíferos reunidos por Scalabrini en los depósitos fosilíferos del Paraná (…). Las barrancas sobre las cuales se extiende el área o ejido de la ciudad del Paraná, y que presentando sus cortes en casi toda la costa del río, por la parte que corresponde a la provincia, lo encajonan en una extensión considerable de Corrientes también, han sido objeto de largos estudios de cuatro célebres naturalistas [Ameghino, Scalabrini, Lorentz, Doering] y encierran no solo para el geólogo, sino también para el paleontólogo, preciosas revelaciones de la vida terciaria en nuestro suelo, mientras que la sucesión de sus mantos enseña las curiosas alternativas por las cuales han pasado las superficies.”
El símil del museo a cielo abierto sería perfecto si no se tratara de un museo en movimiento, en constante cambio y en lucha contra los navegantes que se atreven a desafiarlo. Las corrientes del Paraná son indudables protagonistas de largos tramos de la travesía del naturalista:
“Llevaba conmigo una red de quince metros por dos. El Paraná estaba muy crecido, y la corriente, allí, como siempre, era muy violenta. El doctor Laurencena me presentó al Sub-prefecto marítimo, quien tuvo la amabilidad de poner a mi disposición dos pequeñas embarcaciones debidamente tripuladas. Rodríguez y Ortiz (sus ayudantes) me acompañaron en ésta como casi en todas las demás ocasiones. Después de muchos tiros infructuosos, y que adquirían más el carácter de tales porque los marineros no me entendían (y citaré el caso de una expresión mía incomprensible para ellos: sepárense de la costa, que recién al fin fue interpretada por ábranse, ¡como si se tratara de una orden imperial japonesa a un grupo de generales en desgracia!) resolví regresar, ¡sin que la red entregara otro secreto de las aguas que un cangrejo retardatario!”
El litoral es representado en su máxima diversidad: bañados, lagunas, arroyos, esteros, cerros, cascadas, saltos, barrancas, humedales, bosques. Agua que corre y agua estancada, lo que flota y lo que permanece en el fondo del río son elementos que van organizando, con sus diversas corrientes, las peripecias del viaje.
Dentro de este contraste crece un motivo que atraviesa todo el relato: la conflictiva relación entre máquina y naturaleza. El vapor navega por el Paraná con un piano sonando en cubierta, interpretado por Pitaluga, estudiante de medicina y ayudante de la expedición aficionado a la ópera: como en el film Fitzcarraldo (1982), de Werner Herzog, naturaleza y cultura buscan una armonía a través de la música que, finalmente, no se hallará. Árboles caídos, cuyas raíces corroe el agua, flotan en el río y golpean el casco de las embarcaciones: mientras cruje la cadena del timón, las aguas reflejan el paisaje. La lucha entre tecnología y naturaleza se agudiza: marineros y maquinistas enfrentan “un archipiélago movible de un color verde tierno” que debe ser destrozado a punta de machete para impedir la varada del vapor. Con los arranques e inmovilidad de la nave a causa de los camalotes se escande la narración; los camalotes rotos son el signo de la apropiación humana del paisaje. Lo mismo ocurre en Misiones con las restingas que aletargan el paso en el Alto Paraná y con los tacurúes, hormigueros de colosales dimensiones, que también se asimilan a los camalotes en su condición de obstáculos, aunque en tierra:
“Uno de los rasgos más particulares de la fisonomía del Alto Paraná es la presencia de ciertas barras naturales de piedra que lo cruzan de trecho en trecho, y que, a no dudarlo, se oponen como uno de los mayores obstáculos a su navegabilidad perfecta. Sin embargo, las restingas, nombre con que se las conoce en Misiones, tienen ciertas brechas por donde pasa el canal o cauce más profundo del río, y que los prácticos conocen bien. Durante las crecientes, las aguas las cubren por completo, y cuando éstas bajan, quedan en parte descubiertas, en parte veladas, en cuyo caso sólo se nota su presencia por las reventazones y espumas que sobre las piedras se producen. La más notable que existe en todo el trayecto, desde Paso de los Libres hasta Santa Ana, es la conocida con el nombre de Salto de Apipé, situada cerca de Ituzaingó.”
Salto de Apipé, la bestia negra
Entre islas (como la del Cerrito), restingas y camalotes, decía, se va eslabonando el viaje, hasta que aparece un accidente, el salto de Apipé:
“De manera, pues, que íbamos a pasar embarcados, y a fuerza de vapor, por el célebre Salto de Apipé, esa Bestia Negra del Alto Paraná. Se ha hablado tanto de este Salto, se ha escrito tantas veces sobre él y corren al respecto versiones tan contradictorias, que era para mí una feliz perspectiva la de pasar por encima, sentir las trepidaciones del vapor al cruzarlo y ¿quién sabía si experimentaríamos también la emoción de irnos a pique en sus borbollones, como había sucedido no hacía mucho con uno de los vaporcitos de la carrera?”
Este “murciélago de ese cuento de hadas que se llama ‘Navegación del Alto Paraná’” presenta a los ojos del naturalista un obstáculo que puede ser sorteado a través de la ciencia al servicio de la tecnología, de una obra de ingeniería que, dice:
“ponga en comunicación una parte del Alto Paraná, arriba del Salto, con la otra situada entre el mismo e Ituzaingó (…) Llegará el día en que desaparezca el Salto de Apipé, porque tal fenómeno es una necesidad para el desarrollo económico de aquellas comarcas. Pero la lentitud con que ellas progresan y la presencia de la locomotora en Posadas, quizá dentro de poco, retardarán la obra indefinidamente. Pero vamos a dejar esta cuestión, que pertenece por derecho de existencia a los ingenieros.”
No es la mirada del narrador ni la del poeta la que prevalece aquí, sino la del científico a cargo de una expedición de reconocimiento.
El misterio del Iberá y el Paraná
La bestia negra no es un misterio porque puede ser vencida por la ciencia y la tecnología. Otra cosa sucede con el complejo conjunto del Iberá: entramado en los relatos y las leyendas de origen guaraní, presenta un problema de otra índole. En la escritura de divulgación de Holmberg hay una proposición que funciona casi como un lema retomado en sus ficciones: la ciencia es enemiga de la superstición y lo sobrenatural puede ser explicado dentro de las leyes de la naturaleza. Es el principio que, de forma recurrente, organiza el relato sobre la laguna del Iberá, escenario misterioso que elige para dramatizar esa lucha:
“Que no hay correspondencia entre las crecientes de los grandes ríos que forman el Plata, ya ha sido observado antes, entre otros, por el capitán Page; de modo que, si algo hay fácil de averiguar, es la relación que existe entre los niveles del Uruguay, del Paraná y de la laguna. De este modo, reconocida la fuente que la alimenta, se puede fijar casi la época en que ha de crecer y la que ha de corresponder a su descenso, conociendo aquélla. Su exploración es una tarea que se impone, porque casi es un deber nacional el penetrar de una vez en su interior. No es solamente por el ridículo que nos cae encima ignorando lo que ella puede o no encerrar, sino también porque es casi un beneficio y, si se quiere, hasta una obra de caridad el averiguarlo. Ya la vez pasada se habló de un proyecto de agotarla, a lo cual se opusieron con razón los correntinos (…). El reconocimiento de la laguna no solamente podría satisfacer las exigencias de los curiosos, sino también agotar una fuente de supersticiones y de chismes que hacen tanto daño como otros miasmas; porque la Iberá es, en lo moral, una Laguna Pontina de atraso.”
El paisaje deslumbrante
En Viaje a Misiones el litoral entero se construye como reservorio de la biodiversidad y de los recursos económicos; como fuente de narraciones orales —a las que se superpondrán las narraciones científicas, escritas— y como elemento diferencial, específico para organizar la vasta geografía nacional. Árboles, camalotes y raíces flotantes actúan como elementos de la historia que demoran la narración y que dramatizan la lucha del hombre con la naturaleza “infranqueable”, absolutamente estetizada, convertida en paisaje. Naturaleza que, a través de sus excesos, roza lo grotesco y lo sublime con inundaciones, aguaceros, tormentas, mosquitos y enfermedades causadas por insectos. La mirada microscópica del entomólogo observa desde las irregularidades de un rico terreno hasta los insectos más variados pasando por las consideraciones sobre los usos de la lengua y de los lectos regionales. La selva y el bosque alcanzan tintes maravillosos, mágicos y en ellos nada es lo que parece, ni los sonidos ni las luces, hasta el aullido del mono carayá puede ser confundido con el de un yaguareté:
“Costas anegadas cubiertas de juncos, ceibos, sauces, o barrancas agrestes y casi desnudas. De tarde en tarde una choza miserable perdida en la soledad de las riberas, tal vez algún edificio de importancia, y muy escaso, y allá, muy aislados, uno que otro pueblo distante, con sus torres y casi nunca opulentas construcciones. Pero, cuando se penetra en el Alto Paraná, este cuadro se acentúa más, es decir, se marca mejor la falta de población. En la margen derecha, la costa paraguaya solo cubierta de bosques, ni una sola aldehuela que revele allí la vida del hombre asociado; y hasta las chozas mismas, los ranchos solitarios, donde, como anacoreta, vive uno que otro cultivador o cazador, se descubren en algún rozado del bosque solo por excepción muy singular.”
Lo que se avista desde el vapor se construye casi como un cuadro impresionista, despojado, a veces sombrío, a veces luminoso, que combina la mirada del geólogo, del naturalista y del narrador:
“En la margen izquierda, costa a veces desnuda, a veces boscosa, palmeras entre los árboles, vacas en los campos; después, barrancas de arena; aquí, ceja de bosque, allí, nada; luego Ituzaingó, campos desnudos, la Iberá y la ceja de bosque hasta Misiones; al fin Posadas, una aldea sobre la barranca volcánica y las chozas de su pendiente en los flancos perdidas como nidos de avispas en el bosque. Después… la selva en la ribera; los campos pelados detrás de ella; los cerros; después… la maraña del icipó, del burucuyá y del tacuarembó; después, la picada solitaria, el tigre, los monos, tatetos, carpinchos y jejenes, uras y meliponas; por todas partes los buitres negros esperando la víctima de su pico inmundo, trazando en el aire azul las espiras de su vuelo, o posados en las ramas como candelabros de la muerte. A veces, sobre el fondo oscuro, la alegre reverberación de los cañaverales.”
Río y esclavitud
El temor a la fuerza liberadora de las masas hambreadas —que adquiere la forma de una admonición–—y a la reforma agraria se condensa en las referencias al ingenio azucarero San Juan, de Rudecindo Roca. La figura militar del coronel y de los empresarios del azúcar se enlaza con la cuestión compleja de los indios como mano de obra esclava y alcanza en Viaje a Misiones una formulación con carácter de documento histórico. Holmberg es uno de los primeros contemporáneos en expedirse sobre la sublevación y fuga —liderada por Yancamil— de los indios “pampas”, prisioneros de la campaña roquista, del ingenio perteneciente a Rudecindo Roca, quien los obligaba a trabajar como esclavos. Aunque en un principio describe con simpatía las “bellas y humanitarias” transportaciones de los grupos aborígenes cautivos desde su prisión al trabajo “civilizatorio” del ingenio, va oscilando paulatinamente a favor de los sublevados cuando afirma que “cada bala enterrada en [las] carnes [de los indios] marca un crimen condenado por la ley”. El río —ahora manchado de sangre— funciona aquí como corcel romántico que propicia la fuga:
“Los indios cautivos del ingenio sintieron un día llegar la hora de romper su cautiverio. Hace pocos meses, hallándose en Buenos Aires el coronel Roca (ya general), tomaron algunas embarcaciones, y tripulándolas, se lanzaron por el Alto Paraná aguas abajo. Denuncias venidas de Misiones aseguran que los encargados del ingenio los persiguieron, haciéndoles descargas de Remington que acabaron con algunos.”
Despedida
Todo viaje se completa en la invención de la despedida, en la invención de un final. O de varios, también encadenados como las marañas de camalotes. El río, entonces, habla:
“Dos peones tomaron las palas después de desatar la amarra; nos instalamos lo mejor que pudimos, y… ¡au revoir! ¡addio! auf wiedersehen! ¡Ninguna ilusión en ese momento; ningún vuelo de la fantasía, nada! La imaginación no ha menester de esfuerzo alguno para vibrar. Aquello tiene algo de encanto que se sobrepone a las necesidades de la creación artificiosa. Basta que el cerebro refleje bien y la tinta hace el resto. ¡Misiones! ¡Bosques de Santa Ana! Lomas verdeantes y arroyos cristalinos, mariposas inquietas y matizadas que voláis en el rayo del sol ardiente como las ideas en un poema del color y del perfume… ¡addio! ¡addio! Así murmuraban las aguas del Alto Paraná bajo el velo de brumas de la alborada. Al menos, algo de eso se sentía. Arrastrada la canoa por la rápida corriente y el golpe de las palas, bien pronto estuvimos lejos del embarcadero, y ambas costas, mientras nos deslizábamos con leve esfuerzo, parecían acariciarnos con su saludo imperceptible y tranquilo, como el tiempo implacable que todo purifica, destila, sublima, elabora, consagra o destruye. Y nos despedíamos de las cecropias de digitadas hojas cenicientas que contrastaban ya, bajo el beso de la aurora…”
En Formación del Paraná y sus islas, que Holmberg escribió como parte de una antología de lecturas para los cursos de maestros en las escuelas normales, publicada por Carlos O. Bunge en el marco del Centenario, se construye una cosmogonía a escala litoraleña a través de la especulación científica, que roza lo maravilloso:
“Hubo un tiempo, no de los más remotos seguramente en la historia de la Tierra, porque apenas se trataría de unos ciento o ciento cincuenta mil años, en que las aguas del río Paraná no se arrastraban en el cauce actual. Toda la Mesopotamia argentina y muchas otras comarcas de este país se hallaban sumergidas bajo las aguas del océano. Las ostras se multiplicaban cerca de Corrientes; los tiburones llegaban hasta Santa Fe; y las anchoas, que hoy suben poco más allá de Buenos Aires, servían quizá de alimento a muchos de los habitantes ribereños del inmenso brazo de mar poco profundo que se extendía en lo que hoy ocupa la cuenca del Paraná.”
Con este ejercicio de imaginación con que Holmberg intentó inspirar a los maestros termino mi recorrido por su río personal, repleto de peces, camalotes y nutrias, de vapores y canoas animados por marineros y remeros, de remansos y brillos que enceguecen.
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La autora nació en Buenos Aires en 1966. Es doctora en Letras y profesora de Literatura Argentina y de la Maestría de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires. Realizó ediciones críticas y prologadas de las obras de Eduardo L. Holmberg y Esteban Echeverría, y publicó el ensayo Resquicios de la Ley: una lectura de Juan Filloy (1994). Su libro Espectros de la ciencia. Fantasías científicas de la Argentina del siglo XIX se encuentra en prensa.
Fuente: Periódico de arte, cultura y desarrollo del Centro Cultural Parque de España/AECID, Rosario, Argentina. Número 15, verano de 2012/2013-http://ccpe.org.ar/la-travesia-del-naturalista-por-sandra-gasparini/?c=3